Era una
tarde sofocante de verano, Yasy (la luna) bajo la apariencia de dulce madre,
con un hermoso niño de la mano, iba por la selva. Tupá le había encomendado que
averiguara cuales eran, entre los seres humanos, los buenos y los malos.
Torturados
por la sed llegaron a un arroyo donde dos mujeres lavaban ropas. Yasy les pidió
agua para ella y para el niño que padecía horriblemente. Las lavanderas le
señalaron la corriente enturbiada por su trabajo. Inútiles fueron sus ruegos,
inútil el llanto lastimero del niño.
Yasy se
retiraba cabizbaja cuando llegaron los esposos de las lavanderas y la llamaron
ofreciéndole agua en una calabaza. Se aproximó presurosa, apremiada por el
llanto del niño, pero no pudo beber: lo que le ofrecían era agua de jabón.
Los cuatro
se reían de la pobre forastera, cuando les llegó el terrible castigo de Tupá:
fueron metamorfoseándose en aves. Al notar el cambio, una de las lavanderas
quiso pedir perdón, pero sólo pudo exclamar: ¡Cha-jhá! (vamos), y los cuatro se
alejaron chillando: ¡Cha-jhá! ¡Cha-jhá!!.
Desde
entonces, en castigo de su impiedad, se vieron condenados a vivir por parejas
entre las aguas cenagosas y su carne es fofa y con gusto semejante al de la
espuma de jabón.
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