Blanca y roja es la flor del
irupé. Blanca como la pureza, roja como la sangre. Así eran Morotí y Pitá, los
amantes guaraníes. Morotí era la joven más hermosa de que se tuviera memoria.
Todos los jóvenes de la tribu suspiraban por ella. Pero su corazón pertenecía a
Pitá, el guerrero. Daba gusto verlos pasear por la tarde a la orilla del río.
Pitá era el más fuerte y valiente de los jóvenes guaraníes, pero se sometía a
los deseos de Morotí. Ella lo amaba, pero era coqueta y caprichosa, y se sentía
complacida sabiéndose dueña de la voluntad del guerrero.
En uno de aquellos gozosos
paseos por la ribera del Paraná que hacían junto a otros jóvenes, los vio Nandé
Yara, el Gran Espíritu de las Aguas. Ofendido por la coquetería de Morotí,
decidió castigarla para que diese ejemplo a las otras jovencitas de la tribu, y
le inspiró una idea de la que pronto se arrepentiría...
Morotí se quitó la pulsera que
adornaba su brazo y la arrojó a las oscuras aguas. Luego le pidió a Pitá que la
recuperara. Pitá no dudó un instante. Como guerrero guaraní era un nadador
excelente. Zambullirse en las tranquilas aguas y recobrar la joya le llevaría
unos segundos. No le importaba cumplir con el capricho de Morotí, cuando era
tan sencillo de realizar. Tomándolo
como un juego, se lanzó a buscar el brazalete en el punto donde se había hundido.
Morotí, orgullosa del dominio
que tenía sobre su prometido, se lo hizo notar a sus amigos. Todos reían. Los
guerreros, porque la prueba era sencilla, sin complicaciones, y Pitá regresaría
en unos instantes con la joya. Las muchachas, porque admiraban la forma en que Pitá
respondía sin pensar a los caprichos de su amada.
Pero Pitá no regresaba, y poco a
poco las risas se transformaron en preocupación y luego en terror. Morotí
comenzó a sentir remordimientos por su acto de vanidad. SÍ Pitá no volvía a la
superficie, era por culpa de su estúpida idea. Pasados unos minutos se hizo
evidente que el guerrero no volvería, que había encontrado la muerte en los
remolinos del gran río, buscando en vano el brazalete de su novia.
Morotí no podía creer que la
fuerza de Pitá se hubiera agotado luchando en la corriente. Debía estar
retenido por la hechicera del río, I Cuña Payé. SÍ era así, Pitá estaba preso
en el fondo, en un palacio construido en oro y piedras preciosas, en una gran
sala donde la bruja lo dominaba con su seducción.
Tan clara era esta imagen en la
mente de Morotí, que sin vacilar se arrojó al agua, dispuesta a rescatarlo. Si
lo conseguía, borraría su culpa. Si caía ella también bajo el embrujo de I Cuña
Payé, al menos moriría junto a su amado...
Sus acompañantes no reaccionaron
a tiempo para impedírselo. Se quedaron mirando, horrorizados, el lugar donde
los amantes se habían hundido. Algunos corrieron al poblado a dar aviso de la
tragedia. El gran hechicero de la tribu practicó un exorcismo sobre las aguas
para vencer las fuerzas miste riosas que operaban allí. Pero pasó la noche, y
el amanecer los encontró en la orilla llorando la muerte de sus amigos. Ya comenzaban
a retirarse con tristeza, cuando vieron algo maravilloso subir a la superficie:
una flor que se abrió ante sus ojos con un suspiro.
Era una flor fragante, de hojas
redondas que flotaban sobre el agua, tan grandes que las aves y algunos
mamíferos podían pararse sobre ellas sin hundirse. Los pétalos del centro eran
de un blanco deslumbrante, como la pureza de Morotí, y los envolvían amorosamente
unos pétalos rojos, como el corazón del valiente Pitá. Irupé, aquella flor,
nacida del arrepentimiento y del
amor, había sido creada por el dios Tupa como encarnación del alma de los enamorados.
Graciela
Repún (recopiladora)
La flor
del irupé Leyenda guaraní
Ilustrado
por Claudia Degliuomini
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