Cuando todos los guerreros hubieron muerto a manos del cruel invasor, Isondú, la fiera hija del cacique, tomó las armas, con las jóvenes de la tribu, resuelta a defender sus tierras. Así comienza una antiquísima leyenda guaraní que explica el origen del isondú, gusano de luz.
Mucho trabajo dieron las tropas de Isondú a sus
enemigos, quienes, después de lenta y ruda lucha, consiguieron encerrarlas en
un sector de la selva, donde finalmente lograron hacer prisionera a la jefa y veintidós
de sus guerreras, únicas sobrevivientes de la fémina hueste.
Irritados por la larga resistencia y la muerte de
muchos y fuertes guerreros, iban los vencedores a desahogar su ira sobre las
cautivas, haciendo participes de la venganza a toda la tribu. Ataron a las
guerreras –Isondú a la cabeza- en hilera, unidas por un fuerte ramal que se
ajustaba a sus desnudos cuellos y, custodiándolas, iniciaron la marcha hacia
sus tolderías, apresurando el paso de las cautivas con golpes y puntazos de
lanza.
Ni un gesto de dolor, ni un grito, ni un llanto
dejaron escapar las fieras guerreras. Isondú, a la cabeza de la triste
caravana, no cesaba de invocar a Tupá para que la salvara de la vergüenza.
Cayeron las sombras de la noche; se acercaban al
poblado de sus cautivadores, cuando Tupá, oyendo los ruegos de Isondú, produjo
el milagro: la larga hilera de prisioneras que serpenteaba entre los árboles se
fue transformando hasta adquirir la forma de ese maravilloso gusano de luz que
es el isondú, que lleva veintidós linternas laterales, una por cada guerrera, y
otra en la cabeza por su indómita jefa.
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